lunes, 9 de mayo de 2016

GUATIREÑÍSIMAS GUATIREÑADAS
OCURRENTES ESTAMPAS DE MEDIADOS Y FINALES DEL SIGLO PASADO




Entrega inmediata

Aquella mañana de 1959 una camioneta panel azul se dirigía vertiginosamente al hospital acabado de inaugurar. El toque de bocina indicaba una emergencia. Debido a la alarma otros vehículos tomaron las orillas mientras los transeúntes saltaban despavoridos a las aceras. Hasta una mula que tiraba de la carreta transportadora de la carne al mercado municipal se batió nerviosa arrojando la carga y provocando la ira de su amo.

Todos despejaron las vías y, por supuesto, médicos, enfermeras, camilleros salieron al encuentro del caso.

De un frenazo la camioneta se detuvo. El personal médico y paramédico que la esperaba se le ubicó detrás. Su conductor apagó el motor, respiró profundo, descendió con lentitud, abrió las compuertas, sacó una inmensa cesta de pan y, justo, la colocó… ¡sobre la camilla!

Era toda la urgencia de aquel diligente repartidor de la panadería El Socorro que estaba entregando a tiempo el panecillo recién salido del horno para el primer desayuno de los internos del centro de salud Dr. Eugenio P. D’Bellard de Guatire.

El director del nosocomio, doctor Julio Omaña Angulo, se mostró tan sorprendido como sus colegas residentes, doctores Enrique Zavarce, Fidel Alessandro, Gabriel Gil, Hernán Troconis, José Tagliapietra, Martín Iturriza  y Rafael Jacinto Hernández Rosas.

Indudablemente Gonzalo Fernando Rodríguez Blanco cumplía al pie de la letra el viejo lema de la panificadora de la calle 9 de Diciembre: “Pan caliente a toda hora”.


El primer pecado

El colegio San Vicente de Paúl ponía énfasis en la íntegra formación de sus alumnos en Guatire. Mi hijastro Benjamín era uno de aquellos educandos. Un niño mantenido en la plenitud de su inocencia… hasta el día de su primera confesión.

 “¡Ave María purísima, sin pecado concebida!”, exclamó el padre Mariano para preguntarle: “Hijo, ¿cuál fue tu primer pecado?”, y el joven sintió sorpresa y guardó silencio. El religioso continuó el interrogatorio: “¿Tienes alguna noviecita?”, “¿Han hecho…?”, “¿Alguna vez has jugado solitario con tu…?”, “¿Has…?”, sobre pecados y pecadillos que él nunca había oído, y mucho menos cometido, e iba respondiendo “no”, “no”, “no” con el rubor marcado en sus mejillas.

Naturalmente enfadado, el muchacho no hizo más que levantarse del confesionario y correr hacia otro confesor, quien siguiendo el mismo guion exclamó: “¡Ave María purísima, sin pecado concebida!”. Pero, frente a la pregunta: “Hijo, ¿cuál fue tu primer pecado?”, ni corto ni perezoso, Benjamín le respondió: “¡Haberme confesado con el padre Mariano!”.


Traspiés con sotana

Braulio era un muchacho criado de doña Isabelita Acuña Castillo que la ayudaba en su céntrica posada guatireña en la venta de comida. Un domingo el padre Augusto requirió de un monaguillo para los oficios religiosos y pidió a la matrona le prestara al jovencito. Antes de la misa el sacerdote le dictó sus instrucciones: “A este cáliz me le pones tres medidas de vino de consagrar y una de brandy”. Pero el novel asistente entendió e hizo lo contrario. El cura en plena liturgia, tras la consagración, dio unos cuantos pasos en zigzag, trastabilló, perdió el apoyo y bruscamente fue a caer a los pies de un reclinatorio. Braulio  solamente recuerda sus lamentaciones: “¡Qué broma me echaste, carricito, hip!”.


Morrocotuda publicidad

De manera original don Cipriano Rodríguez anunciaba los títulos de las películas a través de los altoparlantes de su cine Bolívar:

“Domingo. Vespertina: ¡Johnny Weissmuller, en Tarzán, el hijo de la selva! ¡Gandolas y más gandolas de tigres, gandolas y más gandolas de panteras, gandolas y más gandolas de elefantes!…”.

“Intermediaria: ¡El inconfundible Tin Tan en una mooorrocotuda película: El rey del barrio! ¡Usted se morirá de la risa con las genialidades del cómico pachuco Germán Valdés!…”. 

“Noche: ¡Kung Fu! ¡Chinos, chinos, chinos y más chinos con Bruce Lee, el increíble, el inimitable hombre de las cuatrocientos mil patadas por segundo!…”.


Humor con humo

Don Felipe Ramón Ruiz, propietario del cine Ritz, tuvo su particular gracia. Igual que don Cipriano hacía publicidad por altoparlantes. Su cinema se hallaba en el sótano, que antes fue garaje, de un edificio residencial del sector Cantarrana. Por cuanto el local era pequeño, hermético y de paredes forradas en corcho, en su interior no estaba permitido fumar.

Pero don Felipe, que era un empedernido fumador y ya presentaba la tos del ídem, consumía sus cigarrillos en la caseta de proyección. Allí mismo tomaba el micrófono y se dirigía a los espectadores para advertirles sobre la prohibición: “De su buen ejemplo depende nuestro mejor trato. Cine Ritz agradece a su distinguido público -¡cof, cof, cof!- ¡no fumar en la sala!”.

   
Diablillos en misa

Doña Rita era una mujer de talle delicado. Su flacura la ocultaba el amplio traje de tul verde con armador que la hacía lucir como una pomposa reina para su anciana madre. Amaba tanto a los perros que tenía siete ejemplares sin pedigree recogidos de la calle. Mestizos y realengos, cinco machos y dos hembras, correteaban a su antojo y solamente a ella obedecían… algunas veces. Los llamaba por nombres peculiarmente bíblicos como Caín, Herodes, Caifás, Barrabás, Babilonia, Ramera y Satán.

Cierta vez un sacerdote convocó a los fieles para la celebración de una misa de bendición a los animales en honor a san Francisco de Asís. Doña Rita por supuesto quería llevar a sus mascotas pero no sabía cómo hacer para mantenerlas juntas y quietas. Un bromista le sugirió que las atara en cadeneta. Ella seriamente se lo creyó. Y el hombre en una larga cuerda hizo una falsa cadeneta de siete ojales por donde fue metiéndole el pescuezo a cada fiera.

De esta manera doña Rita pudo conducir su manada a la misa no sin antes pasar por serios apuros en momentos en que los perrunos se antojaron de orinar en todo poste hallado en el trayecto. Imagínense el resultado: ¡setenta y siete orinadas, en once postes, incluidos los de la plaza principal y el sinnúmero de jalones de aquí para allá sufridos por esta dama de tan delgada complexión!

Bueno… ¡al fin arribaron al templo!

A pesar de la algarabía de las otras congregadas especies, de aquellas que se autodenominan civilizadas, los perros  dieron digno ejemplo de urbanidad. Se posaron tan tranquilos a los pies de su dueña que semejaba  una tierna estampa de Lázaro… pero femenina. ¡Milagro! Aunque no fue tal, sino que el incienso había penetrado las frías narices de los canes hasta embobarlos, y dejarlos casi dormidos. Así fue como la penitente doña Rita se pudo dar un merecido aunque breve descanso; pues, a mitad de la misa, el loro de don Canuto, el telegrafista, le dio por escaparse de su jaula. El pajarraco remontó el vuelo sobre los tres altares, se enredó en el velo de una beata y bruscamente fue a aterrizar justo en el hocico de Satán, el más gruñón de la camada. El can naturalmente se engulló el ave en un abrir y cerrar de boca. Pero el emplumado se le atascó en la garganta. Y la incomodidad hizo que Satán se sacudiera y, en un santiamén, lograra zafarse de la falsa cadeneta junto al resto de los perros.

Ante la eventualidad, doña Rita echó a correr por el templo tras sus dispersas mascotas, saltando bancos y pisando callos a diestra y siniestra.

Seguramente Dios en su infinita misericordia le movería a risa la “profanación” por las peripecias de la mujer; pero en cambio frunciría el ceño al observar la poca fe y la falta de pantalones del cura, el sacristán, el monaguillo y algunos parroquianos espantados de miedo cuando oyeron a doña Rita, al llamar a sus perros, gritar aquellos temidos e innombrables: “¡Caín, Herodes, Caifás, Barrabás, Babilonia, Ramera, Satán!”.


Candidez

Un ingenuo trabajador de granja, nombrado Ramón, había comprado una bicicleta únicamente para trasladarse de El Bautismo a Ceniza y viceversa. Pero al matricular su biciclo un avisado gestor le cobró de impuesto una tasa tan exagerada como si se tratara de una gandola. Entonces un amigo le aconsejó que denunciara el caso. Así acudió a un funcionario que de manera imperativa justificó la irregularidad: “¡Oiga ciudadano: los veinte bolívares que usted reclama como cobrados en exceso son por concepto del impuesto al manubrio!”. Con cara de asombro, el denunciante  preguntó: “¿Al manubrio?”. Y el burócrata insistió: “Sí, claro, al manubrio. ¿Acaso no trae su bicicleta un manubrio?”. Ramón admitió: “¡Unjú! Tiene usted razón”.


Cuestión de profilaxis

En 1957 el obispo auxiliar de la arquidiócesis de Caracas, monseñor José Rincón Bonilla, hacía una visita pastoral a Guatire en tiempo de pandemia. Una influenza o gripe, que decían provenía de Asia, estaba azotando el país. El contagioso virus causó numerosos estragos principalmente en niños y ancianos. Y ya en nuestra localidad había algunos casos. Por ello muchos seguimos las previsiones higiénicas recomendadas por las autoridades sanitarias.

Durante los actos de bienvenida al huésped, fuimos conducidos al templo parroquial los integrantes de una comisión de estudiantes del grupo escolar Elías Calixto Pompa. El propósito era presentarle al religioso nuestro saludo en nombre del alumnado del plantel. Mientras mis compañeros le rendían reverencia, inclinándose y besándole el anillo, yo me abstuve y, sin genuflexión, sólo le estreché la mano. Ante esto mi maestro, Adolfo Gutiérrez, no tardó en preguntarme: “Blanco, ¿por qué no se arrodilló y le besó el anillo al obispo?”. Mi respuesta fue muy sencilla: “Para evitar la gripe asiática”.


El estrellón de David

Un comerciante judío llamado David arribó a Guatire en los años cincuenta del siglo pasado. Aun cuando su llegada fue tiempo después de la II Guerra Mundial, quiso hallarse entre gente que nada le recordara a Hitler ni Alemania ni alemanes, y por ello siempre andaba con mucha prisa. Diligentemente entregaba los encargos y cobraba las cuotas a sus clientes, o viajaba hacia los almacenes de San Jacinto en busca de hermosas y variadas telas, y al regresar de Caracas se internaba en su habitación arrendada por doña Adelina Acuña.

Era la rutina diaria de este pacífico caballero, de límpido sombrero panamá o jipijapa que lo cubría del bravo sol, pero como en la viña del Señor tampoco falta un jorobador…

A un bromista se le ocurrió trazar una cruz gamada o esvástica sobre la puerta principal de la casa de doña Adelina. David al observar aquel símbolo gritó aterrorizado: “¡Los nazis me persiguen, los nazis me persiguen, los nazis me persiguen!…”. Corrió jadeante por las calles hasta llegar a la casa de su cliente y mejor amigo don Roberto Rodríguez González. ¡Y en qué momento! Doña Yolanda cumplía años y casualmente tenía a toda la familia reunida. David quedó petrificado al oír aquellos apellidos cuando don Roberto se la presentó: “Rodríguez Alemán, Delgado Alemán, Toro Alemán, Jugo Alemán, Gil Alemán…”.

¡Tremendo estrellón sufrió David sorprendido por estos “alemanes”!



Ni en la pasión del Señor

Emilio era un vecino sencillo que se ganaba la vida trabajando a destajo en la limpieza de solares. Los bromistas por mote le decían “Cachimbo” para provocar su rabia, verlo llorar y arruinar las cosas al tirarlas contra el piso, aunque a nadie ocasionó daño corporal.

En Martes Santo don Julián “Ponciano” Pinto, ecónomo de la sociedad de Jesús humildad y paciencia  –conocida también como Jesús con la corona de espinas–, le encomendó que hiciera el reparto de la lumbre entre los asistentes a la procesión. De esta manera puso en manos de Emilio un cestón contentivo de centenares de velas de cera con sus respectivos faroles de papel. El hombre haría la repartición una vez sacada la imagen a la calle. Sin embargo no pudo cumplir la encomienda. Pues aquel solemne ambiente de oración y quietud, propio de un viejo Martes Santo guatireño, había sido interrumpido por una estentórea voz, “¡Caaachiiimbooo!”, que desencadenó la furia de nuestro personaje, al extremo de estrellar el cestón contra el piso, volver añicos las velas… ¡y dejar a oscuras al santo!

Al año siguiente, el presidente de la referida sociedad, don Isaías Reverón, por cuya cortesía se obsequiaba chicle a los asistentes, parecía haber olvidado el asunto. Emilio esta vez recibió una bandeja con más de trescientas cajitas –de tres pastillas cada una– de la goma de mascar. El hombre, que en santa paz había comenzado a repartirlas por la fila de las damas, oyó de pronto, desde la de los caballeros, el estrambótico grito de “¡Caaachiiimbooo!”.

Se podrán ustedes imaginar a aquella escultura de Jesús humildad y paciencia, como si se tratara de un ser viviente presente en el rompimiento de una piñata, “contemplando” a chicos y adultos revolcados por el piso disputándose unas cuantas golosinas.


TOMÁS MUÑOZ:
UN LOCO FILÓSOFO DEL PUEBLO:


“¿A dónde van estas aguas?”

Tomás hundía sus manos en un riachuelo, de Las Dos Quebradas, en presencia de su amigo Guillermo Jugo. Contemplaba el curso cristalino del líquido mineral cuando preguntó:
–¿A dónde van estas aguas?
Don Guillermo respondió:
–Van al río y de allí al mar.
Tomás reflexionó:
–Entonces con la punta de mis dedos estoy tocando el fondo del océano.



“Jesús, ¿hasta cuándo…?”

Un Miércoles Santo se abrió paso firme entre la muchedumbre de la procesión del Nazareno. De su raído paltó extrajo una flor amarilla que colocó de ofrenda a los pies de la imagen. Su presencia incomodó al religioso que presidía el acto. Pero, por respeto, Tomás guardó las insolencias. Solamente elevó los brazos al cielo, dirigió una mirada compasiva a la escultura y con fuerza “le” preguntó: “Jesús, ¿hasta cuándo esta falsa humanidad te tiene con ese madero a cuestas?”.


 “¡Despierta Bolívar…!”

Tomás deseó se hicieran viviente y real el magnánimo patriota y su espada libertaria, hartamente indignado por el cinismo y la hipocresía del descarrilado tren de la burocracia irresoluta e incompetente, la de las vistosas coronas y los aplaudidos discursos ante la efigie del Padre de la Patria. Desde entonces su voz altiva comenzó a estremecer conciencias y el hombre fue llamado loco por clérigos y funcionarios de manera unánime y despectiva. Por eso en cada conmemoración nos parece estar oyendo su clamor: “Al verte inmóvil en el ruin metal de las estatuas y las monedas, tus enemigos te idolatran y te acuñan. ¿Cuándo regresará tu espada a someter la vil oligarquía que estrangula a tus pueblos? ¡Despierta Bolívar de tu sueño tan profundo y acaba con tu espada a esta cuerda de vagabundos!”. 


ADIÓS AL LOCO TOMÁS

Con lira fina, el poeta Rafael Borges despide de su quijotesco transitar por el mundo a nuestro recordado personaje popular Tomás Muñoz, el loco Tomás.

El loco Tomás se ha ido
coqueteando con la muerte.
En todo el pueblo se vierte
el eco de un grito herido,
que en un adiós sin olvido
se trasluce entre la ausencia;
pues, al dejar la existencia
se empina tras la distancia,
para avivar su vagancia
con el calor de su esencia.

Dicen que allá por el cielo,
como aquí en la tierra hacía,
busca la noche en el día
y la paz en su desvelo.
Abre campo en el recelo
para velar su querencia,
y a la  luz de alguna estrella,
rompiendo con el presente
empuja el sol de su mente
al más allá de la huella.

Yo le vi alargar la prisa
para ensanchar su aventura,
y ajustarse a la cintura
los requiebros de la brisa,
enlazando entre su risa
de la vida los rigores,
y al fragor de mil horrores
librados en su delirio;
hacer burlas del martirio,
despreciando los dolores.

Rindióse más de un camino
a su avance solitario;
y en la cruz de su calvario,
cual confuso peregrino
se estrellaba el desatino
de los caprichos del mundo,
manteniéndose iracundo
ante lo injusto y lo cruento,
sacudía contra el viento
su gesto altivo y profundo.

Muchas veces en su empeño
de rebelde impenetrable
señaló a más de un culpable
hecho real entre su sueño;
y al calor de su despeño
dando su grito de alerta,
golpeando de puerta en puerta
nunca encontró la justicia,
y condenó la injusticia
en su esperanza desierta.

Por los rumbos de la espera
se fueron lentos sus años;
y entre fulgores extraños,
la gracia que Dios le diera
no le dejó ver, siquiera,
que a su ilógico sendero
debía llegar primero
la muerte que su victoria,
para dejarlo en la historia
velando su afán sincero.

Rafael Borges






Andrés Blanco Delgado  

1 comentario:

Hernán Prieto dijo...

Eran famila Adelian Acuña y Doña Isabelita Acuña Castillo? Es la miama posada, y quedaba frente al Elîas Calixto Pompa?
Pedro, mencionado entre los asiduos de el bar La Estrella, era Pedro Prieto?
Apreciaría sus comentarios. Gracias.