¿QUÉ GRITAN
NUESTRAS PIEDRAS?
Hay que reconocer a quienes
valiente y silenciosamente asumen con terquedad y sin prejuicio la tarea de
reconstruir las piezas de rompecabezas que conforman lo antiguo desconocido.
En la tenaz
batalla contra la implantación no es necesario enfrentar al hombre que hace quinientos años trajo aquí la espada y la cruz para refundar
pueblos como si fueran suyos. Cristóbal
Colón nunca se imaginó útil a los
inconfesados intereses que detrás del trono presionaron a su protectora reina Isabel la Católica. No
obstante, al aventurero almirante, o almirante aventurero, se lo relaciona a
perpetuidad con delitos de lesa humanidad por ocupación forzosa de territorios,
usurpación y siembra de calamidades a los auténticos descubridores de América,
y otros sucedáneos denominativos, como se infiere con la palabra colonización que se deriva de su apellido.
Entendamos que todo poder de influencia en
América, sea español, portugués, francés,
inglés o estadounidense, e
incluso hasta el precolombino imperio romano propiciador de la Iglesia Católica, se rige por los mismos
principios colonizadores.
No nos corresponde juzgarlos pero tampoco debemos
ocultar la importancia de las civilizaciones indoamericanas que el viejo
colonialismo milagrosamente no pudo exterminar ni
someter del todo. Tenemos razones para dudar del interesado relato de la aún dominante civilización
trasatlántica. Desconocemos por qué se continúa despreciando la búsqueda de nuestra autóctona y
legítima historia.
El genuino e indescifrable documento de los
milenios podría perecer tras la desaparición natural de la grafía sobre el
peñasco o en el infortunado momento que acabe con su añeja presencia la pala excavadora que ensancha el camino a la
ambición material del hombre. Para éste
el petroglifo no es más que una
estorbosa roca. Pero, si los demás no
buscamos nuestro más tangible punto de partida, ¿qué podría importarnos el
resto de la historia?
Quizás nadie salve a nuestra primera memoria. Ni aun rescatada por su valor
humanístico o científico como pieza artística o arqueológica ni mucho menos declarada
patrimonio. El petroglifo nunca animará al estudioso desde el museo o el
laboratorio si desdeñamos su mensaje y lo abandonamos a su suerte.
La irracionalidad del mal llamado desarrollo atomizará
su polvo en la estructura de concreto que le dará mayores divisas a la alforja
del moderno mercader del espacio, quien nada más ve en la roca grabada un mero
componente del hormigón armado, la insignificante célula del esqueleto de la
urbe que proyecta construir para su inmediata venta.
Sin embargo nuestra huella de vida
desconocida permanece allí en el paraje, incólume, pertinaz e insistiendo en
decirnos toda esa verdad que sobre
nosotros ignoramos.
¿Qué gritan
nuestras piedras?
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Piedras como ésta podrían conducirnos a una información que no conocemos.
Andrés Blanco Delgado
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